Para verdades el tiempo, para justicia Dios
José Zorrilla
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- VI -
Pagada la Catalina 
de amistad tan firme y tierna, 
de tanto afán y desvelos, 
de tan rendida fineza, 
escuchó a Juan una tarde, 
los ojos fijos en tierra, 
dulces palabras de amores 
de la balbuciente lengua. 
Instó un día y otro día, 
quedó siempre sin respuesta; 
volvió a sus ruegos Juan Ruiz 
volvió a su silencio ella. 
Pasése un mes y otro mes, 
y tornó Ruiz a su tema, 
y tornó a callar la niña 
entre enojada y risueña. 
Mas tanto lidió el galán, 
tanto resistió la bella, 
que al cabo la linda viuda 
dijo a Juan de esta manera: 
-Puesto que es muerto Medina 
(¡Dios en su gloria le tenga!) 
y por siete años cumplidos 
mi fe le he guardado entera, 
y él ha visto nuestro amor 
allá en la vida eterna, 
os daré, Juan Ruiz, mi mano, 
y mi corazón con ella. 
Amigo de Pedro fuisteis, 
y yo os debo la existencia; 
conque es justo, a mi entender, 
os cobréis entrambas deudas. 
Púsose Juan Ruiz de hinojos 
a los pies de la doncella, 
y asiéndola las dos manos 
humildemente la besa. 
Acordáronse las bodas, 
mas Catalina aconseja 
que sean cuando él quisiese, 
pero que sin ruido sean. 
Las malas mañas o antojos, 
o tarde o nunca se dejan, 
y Juan en su mocedad 
gustó de bulla y de fiesta. 
Así, aunque pocos convida 
para que a las bodas vengan, 
buscó unos cuantos amigos 
que le alegraran la mesa. 
Trajo vinos los mejores, 
y viandas las más frescas, 
y apuntó por hora fija 
de noche las diez y media. 
Gustaba Juan sobre todo 
de cabezas de ternera, 
y asábalas con tal maña, 
que a cualquier gusto pluguieran. 
Gozaba en esto gran nombre 
entre la gente plebeya, 
de tal modo, que le daban 
el apodo de Cabezas. 
Ocurrióle a media tarde 
darse a luz con tal destreza, 
y embozándose en la capa, 
salió en busca de una de ellas. 
Mataban aquella tarde 
en el Rastro una becerra; 
compró el testuz y cubrióle, 
asido por una oreja. 
Volvió a doblar el embozo, 
y contento con la presa, 
de la calle en que vivía 
tomó rápida la vuelta. 
Iba Juan Ruiz con la sangre 
dejando en pos roja huella, 
que marcaba su camino 
sobre las redondas piedras. 
En esto, entrando en su barrio, 
al doblar una calleja, 
dos ministros de justicia 
le pasaron muy de cerca. 
Él siguió, y pasaron ellos 
advirtiendo con sorpresa 
la sangre con que aquel hombre 
el sitio que anda gotea. 
Él siguió, y tornaron ellos 
por sobre el rastro que deja, 
hasta entrar en otra calle 
oscura, sucia y estrecha. 
En un rincón, embutida, 
a la luz de una linterna, 
de Cristo crucificado 
se ve la imagen severa. 
Paróse Juan; los corchetes, 
que en el mismo punto llegan, 
viendo que duda y vacila 
en la faz de preso le cercan. 
-¡Fuera el embozo! -gritaron-; 
muestre a la luz lo que lleva. 
Volvió los ojos al Cristo 
Juan, y helósele en las venas, 
a una memoria terrible, 
cuanta sangre hervía en ellas. 
-¡Fuera el embozo! -repiten, 
y él, acongojado, tiembla, 
sintiendo un cambio espantoso 
que pasa en su mano mesma. 
Quiso hablar, y atropellado, 
un «¡Dejadme!» balbucea. 
Deshiciéronle el embozo, 
y mostrando Ruiz la diestra, 
sacó asida del cabello 
de Medina la cabeza. 
-¡Acorredme, Santo Dios! 
-grita aterrado, y la suelta; 
mas la cabeza, oscilando, 
entre los dedos le queda. 
-¡Yo le maté! -clamó entonces-, 
hoy ha siete años, por ella. 
Y sin voz ni movimiento 
cayó desplomado en tierra. 
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